Cuando Sofi le pidió a Oli que le enseñara: una escena infantil que me llevó a pensar en Hegel, Lacan y el deseo de ser
El fin de semana, mientras preparaba café en la cocina, escuché a mi hijo pequeño y a mi sobrina jugando en la sala. Entre muñecos, bloques y risas, se dio este breve diálogo que se me quedó grabado como si fuera una revelación:
Oli: Sofi, te equivocaste. Ven, te enseño cómo.
Sofi: Pero llegué primero.
Oli: Sí, pero lo puedes hacer mejor.
Sofi: Sí, primo. Enséñame cómo…
Podría parecer una escena más del juego infantil entre primos, pero para mí fue mucho más. Algo en ese tono, en la forma en que se repartieron los roles, me llevó directamente a pensar en Hegel, en su famosa dialéctica del amo y el esclavo, y en cómo desde edades muy tempranas comenzamos a buscar —aunque sea de forma inconsciente— el reconocimiento del otro. Pero también me llevó a un punto más íntimo: a esa tensión constante que vivimos, sobre todo las mujeres, entre ser y ser validadas, entre el deseo propio y el deseo del otro.
La teoría hegeliana plantea que el ser humano solo se constituye en tanto es reconocido por otro. Pero no por cualquiera: por un otro que tenga valor para mí, que se convierta en el espejo simbólico de lo que anhelo ser. Esto lo observo todos los días en la clínica, con mis pacientes. No buscamos el reconocimiento universal, sino el de una figura que, por motivos personales o culturales, hemos cargado de autoridad simbólica.
Aquí entra el concepto lacaniano del «Otro» con mayúscula (Lacan, 2010), ese ente simbólico que sostiene el orden del lenguaje, de las normas, del deseo… y al que tanto tememos y deseamos complacer. Incluso a los cinco años, como Sofi, muchas niñas ya intuyen que hay una manera «correcta» de hacer las cosas, y que esa manera muchas veces se valida desde una figura masculina, como su primo.
Lo que me dolió —porque sí, me dolió un poco— fue escuchar a Sofi decir: “Sí primo. Enséñame cómo”. No porque aprender del otro esté mal, sino porque hay una larga historia detrás de esa frase. Una historia que dice que las mujeres debemos demostrar constantemente que sí podemos, pero no ante cualquier persona, sino ante los hombres. Como si cada logro tuviera que ser medido con una vara masculina para ser legítimo.
Simone de Beauvoir (2000) ya lo había planteado: la mujer no nace, se hace. Y ese hacerse, muchas veces, es a través de la mirada masculina, dentro de un sistema que la ha definido como «el otro» del sujeto universal: el hombre. Entonces, ¿cómo no va a doler escuchar a una niña pedir que le enseñen, incluso cuando llegó primero?
Una parte de mí se pregunta: ¿esto se hereda en los genes? ¿Se imprime en la psique desde el nacimiento? ¿O es que los mitos, las historias y los símbolos que repetimos generación tras generación han construido una identidad femenina dependiente de la validación masculina?
Judith Butler (2006) nos recuerda que el género es una performance, una actuación repetida dentro de un marco normativo que dictamina qué se espera de nosotras y nosotros. Desde esa mirada, la niña que pide que le enseñen, y el niño que ofrece guiar, no son anomalías, sino productos fieles de una estructura simbólica que se repite sin que nos demos cuenta.
Rita Segato (2013) va aún más allá, al mostrar cómo los mitos y las estructuras coloniales y patriarcales se han grabado en nuestros cuerpos, en nuestras narrativas, y en la manera en que nos relacionamos con el poder y el deseo.
Ojalá no. Ojalá no tengamos que seguir validando nuestra existencia a través de esas autoconciencias que, bajo la máscara de “ayudarnos a ser mejores”, terminan anulando nuestra capacidad de decidir por nosotras mismas lo que significa hacerlo bien.
Porque si seguimos atrapadas en la lógica de Lacan (1998), en la que “la mujer es el falo” en tanto objeto del deseo del Otro, entonces estamos condenadas a vivir como reflejos, como imágenes que solo existen cuando alguien más nos mira. Pero no. Quiero creer, necesito creer, que podemos ser más que eso: sujetos propios de deseo, deseantes por derecho, no por permiso.
Una pequeña escena, una gran pregunta
Todo esto comenzó con un juego entre primos de cinco años. Una escena inocente, dulce, casi imperceptible… Sin embargo, una que abre la puerta a preguntas incómodas, profundas y necesarias. ¿Hasta cuándo vamos a enseñar a nuestras hijas que necesitan permiso? ¿Hasta cuándo vamos a enseñar a nuestros hijos que tienen el poder de otorgarlo?
Quisiera pensar que podemos empezar a cambiar esa historia. Tal vez no con grandes discursos, sino con pequeñas acciones. Por ejemplo, decirles “Como Sofi llego primero, le va a mostrar a Oli como le hizo.”
Lunes a Viernes:
9:00h – 20:00h
Sábados:
8:00h – 17:00h
Somos el equipo en psicología, psicoterapia y psiquiatría que está aquí para ti, para acompañarte a conectar contigo.